“No hay dudas, sos positivo”, me dijo la médica mirándome a los ojos. Una parte de mí ya lo intuía y eso alivianó las cosas. No me di tiempo para pensar y acudí ansioso a las herramientas que me brindó el teatro: relajé los músculos de la cara, respiré hondo, sonreí para las cámaras. “Sí, ya sabía. Estoy bien, no te preocupes”, respondí luego sin mostrar fisuras. Ella empezó a contarme sobre el tratamiento y cuál sería el procedimiento médico. Sin escucharla, yo asentía con la cabeza como si conociera todo lo que me explicaba. No era así; jamás había oído del “test de resistencia”, por ejemplo. Visita nuestra pagina de Sexchop y ver nuestros productos calientes.
Ni bien hubo un hueco en su relato aproveché para escapar; le dije que llegaría muy tarde al trabajo y que tenía su número para llamarla después. Ella se sorprendió, pero no le di tiempo para que intentara detenerme. Agarré mi riñonera, me puse los lentes de sol, le agradecí y salí del consultorio sin mirar para atrás.
Fuera de la clínica me esperaba Pedro, mi novio. Se acercó y me abrazó sin decir nada. Había entendido todo: sintió mi energía convulsionada y optó por el silencio, una actitud arriesgada teniendo en cuenta que ante situaciones complejas a veces es más fácil llenarse de palabras comunes. Yo también me quedé callado, no quería consuelo; quería estar bien, me parecía antiguo angustiarme y llorar. Al fin y al cabo estábamos en 2018, ¿no era hora de tomárselo de otra manera?
Pedro me propuso ir un rato a un parque. Le dije que sí, aunque aclaré que no necesitaba hacer ninguna catarsis. Él sonrió y entró a un supermercado a comprar un jugo para combatir los casi 30° que tornaban a Buenos Aires en una caldera. Ni bien me quedé solo me senté en el piso y miré el cielo. El momento poético duró segundos porque de repente noté mis dedos llenos de sangre. Me asusté y me dí vuelta para mirarme en la vidriera del supermercado: cara, labios, remera, manos, todo manchado. No lloraba, pero sangraba por la nariz sin parar. En ese instante, 13 de febrero de 2018, menos de una hora después de haber sido diagnosticado con VIH+, sentí que mi vida cambiaría para siempre.
Después de recostarme en silencio en un parque de Belgrano, al norte de la ciudad, llegué al departamento de Pedro y permanecí cuatro días encerrado. La primera tarde, cuando la angustia le ganó a mi ego, empecé a llorar sin entender bien qué me ponía triste. Lloré frente al espejo del baño, con la cara hundida en la almohada, mirando la cámara del celular, fumando en el balcón. Grabé un video en el que le hablé a mi yo del futuro y le dije que esto tenía que servir para algo, que no podía quedar trunco en la mala noticia. A la media hora lo borré, luego lo volví a grabar y después lo volví a borrar.
Esa primera noche me quedé solo. Pedro salió y yo tomé el teléfono para mandarle un audio a Javi, mi mejor amigo: “Mirá, te la voy a hacer corta”, dije, ”me dio positivo el test de VIH. No estoy mal, sólo necesito parar de llorar y que el día termine”.
Javi tiene la capacidad de sacarme a flote aún cuando estoy en lo más profundo del pantano. Cuando le abrí la puerta lo primero que hizo fue hacer un chiste sobre mi aspecto: “Amiga, porfa lavate la cara”, me dijo entre risas. Al rato estábamos relajados y tomando fernet. Hacíamos bromas y empezamos a imaginar que algún día escribiría una crónica de esa situación que me había llevado a buscar en Google “métodos para dejar de llorar”.
Desde el primer momento me supe un privilegiado: tenía acceso a información, al tratamiento, a amigxs y novio dispuestos a contenerme. Ese fue el tema de conversación con Javi mientras construíamos un muro de racionalidad alrededor de la noticia. Sin embargo, aunque estaba tranquilo porque sabía que no me iba a morir de VIH, de repente volví a romper en llanto. “Pero, ¿por qué llorás?”, me preguntó Javi intentando calmar mi ciclotimia. “Van a pensar que soy un promiscuo”, le dije. “¿Quiénes?”, me respondió rápido de reflejos. Lo miré fijo a los ojos y por primera vez en el día fui sincero: “Todos”, afirmé mientras me desparramaba las lágrimas por la cara.
Viví toda mi vida en Buenos Aires, fui a la universidad y hasta trabajé en el área de salud. Se podría decir que me sobraban las herramientas para enfrentar el diagnóstico con más serenidad. Pero todos esos recursos no fueron suficientes. Atascado en la cárcel de la moral, estaba decidido a tirar a la basura todo lo que había aprendido y desmitificado del VIH y a guardar lo más posible el secreto. Ni siquiera tenía ánimos de replantear mi decisión.
Hice una lista de a qué amigos les contaría y a quiénes no. El criterio era la capacidad juzgatoria de cada unx. (Ridículo). Hoy me recuerdo anotando nombres en un cuaderno a las tres de la tarde de un martes y no veo más que a un chico con la psiquis partida a la mitad. En mi cabeza tenía sentido: algunos debían saberlo para acompañarme en el proceso, pero no todos porque sino correría riesgo de que empezara a esparcirse el rumor. A quienes hacía partícipes de la noticia les agregaba una mentira piadosa, les decía que no lo contaran porque quería contarlo yo, pero no era más que la excusa perfecta para no hacerme cargo de que era yo el primero que estaba discriminándose, presionado por el miedo a enfrentar una sociedad opresora.
A los meses de mi diagnóstico me enteré que tenía un linfoma y eso hizo que mi relación con el virus pareciera calmarse. Me obligó a contárselo al resto de mis amigxs, a mi papá y a mi hermana como si fuera algo secundario. Cuando mi papá me abrazó y me dijo al oído “todo va a estar bien”, me pareció que la turbulencia llegaba a su fin y que ya había pasado lo peor. Sin embargo, aún me quedaba camino por recorrer.